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El último de una generación | Artículo

Don Luis era el último de una generación. Un maestro en retirada. De matemáticas, de naturales, un generalista de la antigua EGB que terminó su carrera con los primeros alumnos de una ESO en gestación.

Don Luis quería chicos espabilados, de Europa. Escribía en la pizarra con los ojos cerrados, llenando el tablón verde de ejercicios de formulación, agarrando la tiza con delicadeza entre sus grandes manos que sostenían su anillo de compromiso, ese anillo que sonaba con fuerza contra la mesa cuando escuchaba un ruido. Porque los espabilados no hablan y eso sus nervios no lo iban a permitir. Él quería que todos, a una, siguiéramos el mismo ritmo. En clase no había libros, él se encargaba de que todos tuviésemos unos cuadernos impolutos dictados a base de un silencio igual de impoluto. Su método era la disciplina sin orden, vivía su despedida con miedo a que no aprendiésemos todo lo que había que aprender. De algún modo, parece que sufría por irse y dejarnos allí, abandonados, no preparados para esa Europa que tanto nos repetía.

En matemáticas batíamos récord de ejercicios, más de mil en Primero, igual en Segundo. Hoy los cojo para mis clases y veo que llegamos a dar cosas de Cuarto. Los deberes eran pocos, pero constantes. Siempre había algo para mañana, tres o cuatro ejercicios que se sumaban a la larga serie. Mezclaba todos los temas.

Y la amenaza del “toque” estaba siempre presente. Solo la amenaza. Una frase que repetía a diario y que, por suerte, hoy sería impensable. Alzaba la voz y nos miraba. Y batía el rostro y el cuerpo con esas grandes manos que llenaban todo el pupitre. Imponía y, a la vez, su fragilidad se hacía palpable. “¡Tú qué quieres!”, decía. Pero cuando alguno le vacilaba dejaba entrever una pequeña sonrisa.

foto-cuadernos

 

Quien no los traía a las 7:30 estaba a las puertas del colegio aún semi oscuras. Esperando copiarlos muy rápido de algún compañero que sí que los llevaba. Allí recuerdo el inicio de la guerra de Irak. Lo comentábamos sin ser muy consientes de qué era lo que ocurría.

Pero así nos enseñaba todo lo que quisiéramos aprender. Era el único que hablaba de sexo y nos respondía sin miedo. Sin pudor, pero sin admitir tonterías. Su rigidez parecía impuesta y ese era su fuerza y su debilidad. Como sus patillas blancas bajo un pelo que no perdía el color intenso del recién teñido. Con ese punto blanco de saliva entre los labios que se le acumulaba después de una hora sin parar de hablar. Ese cuerpo alto y robusto no quería dejar ver una edad que ya decía adiós, adiós a toda una vida dedicada a la enseñanza.

Se entregó por completo en su último suspiro. Ese año tocaba viaje a Barcelona y el organizó la ruta. Vendimos toallas, lotería, paños, flores, dulces, rifas, bocadillos, …

Unas ventas cuyas cuentas era igual de pulcras que nuestros cuadernos.

Nos quería preparados, ¿para qué? Ni él lo sabía. Pero tenía miedo. Y ese miedo era su justificación habitual para la falta de libertad. Tal vez tenía miedo a que dejáramos de ser disciplinados. Tal vez solo sabía que todos allí nos tendríamos que buscar la vida.

No lo sé, lo que sé es que las vivencias, vivencias son. Y a veces uno las guarda en el recuerdo con nostalgia y cariño.

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