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«Juan Pedro», ya puedes leer el primer capítulo de la novela «Mita»

Les quiero presentar, con mucha ilusión, «Juan Pedro», el primer capítulo de «Mita».

Esta obra es una novela pequeña, como su protagonista, en la que se cuentan relatos costumbristas de vidas de gente común. Es un encuentro del autor con las mujeres de su infancia, a través de las historias de su madre y de su abuela.

En las páginas del libro, solo se intenta dar voz a aquellas que ni leer saben. Es una ficción autobiográfica en busca del pasado, marcada por hechos corrientes, del día a día, que van describiendo el devenir de sus personajes en un pueblo de la isla de Tenerife.

Aquí «Juan Pedro», el primer capítulo de «Mita»:

Cuando era niño, me llamaba Juan Pedro. Me llamaba Juan Pedro porque mi abuela por parte de madre nunca se aprendió mi nombre. «¡Juanpe, Juanpe, tráeme agua!». Así me decía, pero bueno, esto era ya en sus últimos tiempos, cuando no se podía mover bien y tenía sed. Siempre tenía sed. «Todo lo prohibido es bueno», decía mi padre. Ella tenía los riñones pequeños, de siempre. La pobre tuvo siete abortos. Los niños nacían muertos después de unos meses de embarazo. «Se los llevaban en cajitas de zapatos», decía mi madre. Aunque esto no tengo claro si tenía que ver algo con los riñones. Estuvo 8 años yendo a diálisis tres veces por semana y, claro, no podía beber mucha agua, pero el vaso estaba allí siempre presente, frente a ella. A mí me parecía que bebía más de la cuenta, pero no seré yo quien la juzgue.

En esos años iba y venía al hospital bastante jodida. Mi madre se levantaba temprano para prepararla y luego volvía en la ambulancia. Llegaba toda mareada y se metía en la cama a descansar. Estuvo ingresada muchas veces. Cuando estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, la llevaban al Hospital de San Fernando. Allí no podía entrar, así que esperaba por fuera. Un martes de carnaval llovía y estaba ingresada, y esperamos allí, disfrazados, toda la tarde. Mi hermana estaba vestida de bruja y yo, de diablo, con la cara pintada de blanco y cubierto por una gran capa roja y un gorro negro con unos pequeños cuernos de tela que no se mantenían en pie. Mi abuela estaba muy malita.

Una vez fuimos a decirle a mi abuelo que se moría y se puso a llorar. Ella ese día no murió, cosas de la vida, murió él antes. Estuvo años echando lo que comía por la nariz, tenía cáncer. Se quedó muy delgado y, finalmente, murió. Eso sí, nunca dejó de fumar. Fumaba Récord. Mi abuelo olía a tabaco, a alcohol, a campo y a ropa húmeda. Me encantaba su olor.

Mi abuela era inmortal, eso pensaba yo hasta que se murió. Creo que ella también lo pensaba, por eso intentaba quitarse la vida. La última vez que quiso hacerlo, la encontré yo. Fui a despertarla y allí estaba, llena de sangre, pero tranquila. Se había arrancado el catéter del pecho unas horas antes. Calculó mal el tiempo. No recuerdo si ese día me llamó Juanpe, porque yo gritaba y fui a llamar a Pilar, mi vecina. Estaba realmente enfadado. Le gritaba que qué había hecho y ella me decía que nada, muy relajada. Me miraba a los ojos, en calma. Sus ojos son los más bonitos que he visto en mi vida, grises. Mi madre cada día se parece más a mi abuela, y sus ojos, también.

Era temprano, esperé a que viniese la ambulancia y me fui al colegio como si nada. Días más tarde me llevaron a una curandera para que me curara del susto. Me echaba aceite en el estómago mientras rezaba y me masajeaba. La verdad es que me gustaba ir allí, ella nunca me preguntó por qué tenía susto, pero mi madre decía que se me había curado y lo cierto es que volví a dormir.

Yo de mayor quería ser curandero. Ya años atrás habíamos ido con mi abuela a otro para que le curase un herpes que tenía en la cabeza. Cortaba col mientras le rezaba. Luego había que dejarla unos días al sol y finalmente quemarla. Yo me aprendí solo la parte del «te corto, te rajo», y lo imitaba y curaba yo también a mi abuela. Tras el susto, estuvo un año ingresada; pocas veces volvió a mi casa, pero ya había perdido la cabeza. Cuando estaba de nuevo abajo en el salón, ya no podía levantarse de su cama, costaba mucho moverla; estaba unos días allí y se volvía al hospital. Mi madre y yo íbamos a verla en guagua todas las tardes. Yo aprovechaba para inventarme historias y contárselas a mi madre por el camino. De pequeño me encantaba contar historias.

Mi madre le llevaba un bocadillo, un jugo, una nectarina y unas natillas. Lo primero que hacía al llegar era limpiarle las manos. Las tenía muy sucias y a mí me daban mucho asco. Quiero pensar que tenía llagas y tenía que rascarse bajo el pañal. Era desagradable, todo se llenaba de mierda. También era una forma de llamar la atención. Pero al final perdió la cabeza.

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Juan Pedro

Su compañera de habitación se llamaba Angelita y le gustaban las muñecas. Tenía siempre una sobre ella. Solo pedía salami, era lo único que parecía saber decir. Lo pedía y daba la sensación de que se relamía con el gusto ya en la boca. Su familia no le hacía muchas visitas, por lo que siempre estaba sola, bueno, con su muñeca. «Quizás tuvo hijos y los perdió como mi abuela», pensaba yo. Era una señora mayor que también perdió la cabeza.

Un día, sin querer, me senté en la cama sobre la pierna de mi abuela. Gritó de dolor. Aún recuerdo su mirada. Nunca le pedí disculpas, pero, si pudiera, lo haría, porque sé que le dolió. Después de eso no fui muchas más veces. Estaba peor y mis padres decidieron que ya no fuera. Al poco tiempo murió. Una noche llamaron y mi padre se levantó corriendo a coger el teléfono en la sala. Todos guardamos silencio. Cuando se iban al hospital, vino a mi cuarto y me dijo que había muerto. Yo solté una lágrima y me dormí, en paz, aliviado. Luego muchas noches soñé que aún vivía y que tenía que ir a verla. Me despertaba gritando.

Cuando era pequeño, me llamaba Juanpe y con mi hermana cogíamos los geranios del paseo para colgarlos en los aguacateros. Subíamos por los troncos y los decorábamos. Y mi abuela se enfadaba porque le rompíamos las flores. A mi hermana le gustaba ir a echar de comer a los conejos. Siempre estábamos en casa de mi abuela. Era una vivienda antigua, desestructurada, que poco a poco se fue ampliando hacia atrás. Tenía a un lado un patio techado muy grande con plantas y un jaulón enorme, mayor que una habitación. Estaba lleno de pájaros. Se entraba por una puerta pequeña. Hasta yo me tenía que agachar.

Los sábados, mi madre limpiaba la casa. Abría las ventanas, y entraban el sol y el olor a naranjos, y salía el olor a viejo y a tabaco. Y nosotros jugábamos. A mí me gustaba ver cómo morían las hormigas en la tajea mientras mi abuelo regaba en la finca. Me ponía donde las papayeras, allí se hacía el cruce del agua y una parte caía y regaba la hierbabuena. Muchas veces me perdía por la huerta buscando rincones nuevos. El límite era un chiquero abandonado que había en la parte más lejana a la casa. Pocas veces pasaba de ese punto, salvo que fuese siguiendo a los perros y me hiciera yo también el despistado. A la hora de comer, nos sentábamos sobre unas latas de galletas rellenas de gofio porque no llegábamos a la mesa. La comida allí sabía diferente. Mi abuela hacía la mejor sopa del mundo, tanto era así que después dejó de gustarme la sopa. Todo tenía un sabor peculiar. Las naranjas estaban ríspidas, aun así, me tomaba una jarra recién exprimida. Lo que no me gustaba nada (y ahora sí) eran las papayas y la beterrada. La primera, como se dice, porque olía a mierda de gato, y la segunda porque sabía a tierra. Aunque me la tenía que comer, porque es buena «pa el hierro» y siempre he tenido falta de eso. Lo mejor eran las papas recién cogidas, estaban tiernas, blandas, las mojábamos con mojo de cilantro y las pasábamos por el gofio.

Los años fueron pasando y yo siempre me preguntaba por qué la comida allí estaba tan rica, a qué se debía ese inconfundible sabor a metal. Incluso el hígado a la plancha que bañaba en mayonesa para poder comérmelo. Un día abrí una gaveta en mi casa y encontré un mantel de cuadros azules y blancos. Era el mantel de casa de mi abuela, de las pocas cosas que mi madre se pudo quedar. Lo cogí y lo olí, y ese olor me recordó a las papas con mojo, a la sopa y al gofio. Todo sabía al mantel, a los tenedores, a viejo, a oxidado.

 De niño me llamaba Juan Pedro y siempre estaba junto a mi abuela, pero a mi abuela no le gustaban los niños. Bueno, uno sí, su hijo pequeño. Él sí se llamaba Juan Pedro.

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Autor: Miguel Ángel Ruiz

Título: Mita

Editorial: saralejandria

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